El mundo entero se pregunta cuándo terminará la crisis del Covid-19 y cuáles serán sus efectos más significativos. ¿Será el mundo diferente del que conocemos?
Los extraordinarios avances de la ciencia y la medicina de los que disfrutamos en la actualidad dificultan entender la trágica lucha por la sobrevivencia que ha caracterizado gran parte de la historia humana.
Hoy, las grandes guerras, hambrunas y epidemias de siglos pasados han sido relegadas a los libros de historia. Concentrados en los problemas de hoy –cronocentrismo, le dicen– tendemos a olvidar calamidades aún más trágicas como la plaga de Justiniano, que entre 541 y 343 acabó con la mitad de la población de Europa, Asia, el Norte y África; la peste negra, que reclamó la vida de 20 millones de europeos entre 1346 y 1353 y continuó diezmando ciudades como Londres durante los trescientos años siguientes. Peor aún, la epidemia de viruela, que en conjunto con los trabajos forzados, arrasó entre 1502 y 1520 con aproximadamente el 90% de los indígenas panameños[1].
Biólogos, historiadores y economistas reconocen que estas tragedias forman parte del ciclo de la vida humana, un continuo caracterizado por crisis y periodos de renovación. Las partes bajas del ciclo van asociadas a conductas de recogimiento espiritual, aumento de la religiosidad, frugalidad en las costumbres y gastos. Las altas, por una renovada alegría de vivir y del consumo.
Así lo dejó plasmado en sus crónicas el recolector de impuestos y zapatero Agnolo di Tura, a quien como residente de la ciudad de Siena le correspondió ser testigo de la peste negra en 1348:
“Y morían por los cientos, de día y de noche, y todos eran arrojados a zanjas y cubiertos de tierra. Tan pronto las zanjas estaban llenas más se iban cavando. Tantos morían que todos creyeron que era el fin del mundo. Yo, Agnolo di Tura, enterré a mis cinco hijos con mis propias manos…. Pero cuando la pestilencia acabó, todos los que sobrevivieron se lanzaron al disfrute de placeres: monjes, sacerdotes, religiosas, laicos y laicas se unieron al regocijo, sin preocupación del gasto ni del juego. Y todo el mundo se sentía rico porque había escapado y recobrado el mundo y nadie se quedó sin hacer nada”.
Uno de los casos más dramáticos de este ciclo de tragedia y renovación fue el de la década de 1920, época de hedonismo y agitación cultural que siguió a la epidemia de influenza española de los años 1918 y 1919.
Los Roaring Twenties, de difícil traducción y que quizás podrían describirse como los años 20 dorados, felices o hasta locos, fueron un período de prosperidad del que disfrutaron de forma especial las naciones de Europa Occidental que habían participado en la Primera Guerra Mundial. Sus manifestaciones artísticas, culturales, sociales y tecnológicas irradiaron al mundo entero.
La instalación definitiva de la electricidad en fábricas y oficinas y el desarrollo de la línea de ensamblaje permitieron acelerar el ritmo de producción industrial. Las facilidades para la producción alentaron el crédito. La población se endeudaba para adquirir las nuevas tecnologías: refrigeradoras, lavadoras, automóviles. Con la popularidad del automóvil vinieron las carreteras y una nueva libertad de movimiento. Las cotizaciones de la bolsa de valores parecían elevarse sin límite.
La vieja ética victoriana de sacrificio, frugalidad y modestia dio paso a una era de consumo y diversión, del charlestón, el jazz, la radio, el teléfono y el cine hablado. Fue también una época revolucionaria para las mujeres, que después de trabajar en reemplazo de los hombres en las fábricas, cosechaban los frutos de la lucha sufragista. Las nuevas modas en la vestimenta, el peinado —el “bob”— y el uso de maquillaje fueron la manifestación externa de una bien ganada libertad y sentido de valía. Las más osadas, conocidas como flappers, se subían la falda y abrazaban un estilo de vida que muchos calificaron de desenfrenado.
“Existen paralelos entre la epidemia actual del Covid-19 y la influenza española —las máscaras, fotografías, grandes urbes de rascacielos, la cobertura mediática, las innovaciones tecnológicas—”, señaló en su libro La flecha de Apolo el sociólogo Nicholas Christakis, considerado una de las 100 personas más influyentes del mundo por la revista Time.
Christakis advierte, no obstante, sobre las enormes diferencias de magnitud entre ambas: la influenza española no solo fue mucho más virulenta y letal que el Covid-19, sino que coincidió con una de las guerras más devastadoras que el mundo hubiera conocido. Fueron los propios soldados enfermos, quienes, sin un entendimiento apropiado del virus, continuaron regándolo por toda Europa y América.
En Estados Unidos, los encerramientos obligatorios no duraron más de unas pocas semanas. La gente volvía a sus trabajos, lo que produjo repetidas oleadas de contagio. Se calcula que entre febrero de 1918 y abril de 1920 murieron entre 10 y 50 millones de personas, incluyendo millones de niños y menores de edad. La edad promedio de los fallecimientos era de 28 años.
La tragedia produjo un sentido de fatalismo y desilusión, sostiene por su parte, John M. Barry, autor of La Gran Influenza, quien ve detrás de las flappers, de los contrabandistas de licor y de las fiestas decadentes de besos (petting parties) una angustia existencial, un pesar por lo efímero y fútil de la vida.
Los Roaring Twenties son solo una metáfora, señala Christakis. Reducirlo como efecto de las crisis de la guerra y la Influenza es una simplificación. Como proceso evolutivo, la relación causa efecto resulta más compleja, pues los mayores avances tecnológicos de la década del 20 —la electrificación, los nuevos aparatos, el automóvil, la radio y el cinema—, estaban en desarrollo antes de la Primera Guerra Mundial. Aun, la música de jazz, la revolución feminista y los nuevos bailes tuvieron sus raíces en los años que precedieron a la pandemia.
El fin del ciclo de alza ocurrió en 1929 cuando estalló el boom de la bolsa de valores provocando la depresión económica más larga, profunda y extendida de la historia moderna.
Christakis calcula que, en nuestro caso, para 2024 se habrán revertido las restricciones de la pandemia y la gente buscará con ahínco las interacciones sociales en clubes nocturnos, bares, restaurantes, eventos deportivos, conciertos musicales y rallies políticos. También espera ver cierto relajamiento de los códigos relativos a la sexualidad.
“Probablemente la etapa de recuperación de esta pandemia carezca del salvajismo, desilusión y sentido de fatalismo que animaba a los sobrevivientes de la influenza de 1918”, dice John M. Barry.
Casi todos los autores apuntan a que retomaremos los procesos que estaban en marcha antes de la crisis. La biotecnología, la inteligencia artificial, el machine learning y los coches automatizados ejercerán de catalizadores para el desarrollo económico en las próximas décadas. Lo que sí hizo la pandemia fue acelerar la adopción de tecnologías para trabajar en línea y mantener reuniones y videoconferencias. De ellas nos quedará el modelo mixto de trabajo para evitar el tráfico y muchas oficinas terminarán cerrando. Con el estudio online y el e-commerce pasará lo mismo.
Al final, dice Barry, la pandemia será recordada como el más significativo evento global desde la caída de la Unión Soviética. Los efectos del desempleo y el aumento de la desigualdad nos afligirán durante muchos años. Aun así, tarde o temprano, la pestilencia llegará a su fin. La humanidad sobrevivirá. El mundo será diferente, pero no irreconocible.
Ilustración antigua muestra disturbios en Wisconsin, Estados Unidos, cuando llevaban a enfermos de viruela a aislarse a finales del sigo XIX.
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