El actual presidente de EE.UU. se ha estrenado improvisando en su política hacia América
El presidente Biden se dispone a cumplir los seis meses en el cargo sin haber formulado una política coherente hacia América. De momento, la única prioridad de su equipo ha sido supeditar las relaciones exteriores en el continente americano a una emergencia nacional: la de los indocumentados que han cruzado la frontera, incluidos los menores en solitario. Eso explica que prácticamente toda la atención de la Casa Blanca se haya centrado en México y el llamado triángulo norte: Guatemala, Honduras y El Salvador. Las crisis, sin embargo, le han estallado a la Casa Blanca en otros frentes, y Biden no se decide a tomar la iniciativa en ninguna de ellas.
La más acuciante, por ser la más reciente, es la del asesinato del presidente de Haití, Jovenel Moïse, por el que la policía detuvo a 18 colombianos y dos estadounidenses. El sábado, el Pentágono confirmó haber recibido una solicitud de «asistencia de seguridad». La Casa Blanca filtró que de momento descarta el envío de tropas, pero un Haití fuera de control puede suponer una grave crisis de refugiados. Justo le estalla esta crisis a Biden en el Caribe cuando está tratando de justificar la necesidad de devolver a las tropas a casa desde Afganistán, tras dos décadas de intervención armada. Lo cierto es que la crisis en Haití ha explotado pero no ha sido en realidad una gran sorpresa: las protestas contra el autoritarismo de Moïse crecían en frecuencia e intensidad, aunque tanto la Casa Blanca como la OEA decidieron mantenerse al margen y apoyar al presidente asesinado. Biden prefirió mantenerse a distancia, hasta que esta semana el asesinato se convirtió en prioridad absoluta, más con estadounidenses implicados.
El mismo patrón se ha repetido en la alarmante deriva autoritaria de Daniel Ortega en Nicaragua, el segundo país más pobre de América después de Haití. Los recientes arrestos de opositores y periodistas han obligado a la Administración Biden a reaccionar, pero siempre a la defensiva. Ha aprobado sanciones y ha tildado de Ortega de dictador, pero este no se ha inmutado. Biden debe decidir si deja a Ortega seguir haciendo, u opta por otras medidas, como la expulsión de los tratados de comercio, tal y como le han aconsejado varios senadores republicanos y demócratas en una reciente carta abierta. El problema para Biden es que este aumento de la represión en Nicaragua también tendrá un efecto sobre la emigración, y probablemente aumente el número de indocumentados de ese país que cruzan irregularmente la frontera de EE.UU.
Biden también hizo algo inédito en sus primeros meses en la presidencia: ignorar al gobierno de Colombia, su más fiel aliado en la región, colaborador crucial en la lucha contra el narcotráfico. Había viejas rencillas por el apoyo del uribismo, en el poder, a Trump, y la Casa Blanca filtró a medios en EE.UU. que estudiaba incluso reducir el monto de las ayudas de seguridad que cada año envía a Bogotá.
Sin embargo, las protestas contra Iván Duque cambiaron el cálculo. El país, que pasó de ser un estado casi fallido a desarrollar unas instituciones más fuertes y una economía robusta, se precipitaba al caos. El helicóptero del presidente Iván Duque sufrió un ataque. Biden rompió su silencio con su homólogo colombiano y le llamó el 28 de junio —se estrenó en el cargo el 20 de enero— para tener que afirmar su compromiso con Colombia.
En todas estas crisis, la Casa Blanca ha tenido que improvisar. Y lo deberá seguir haciendo mientras no se detenga y formule una política coherente hacia todo el continente. Para ello, sin embargo, debe tener un sólido equipo que cubra ese área en el departamento de Estado, algo que ha quedado encallado en el Senado por decisión de algunos demócratas, que creen que otros asuntos son más prioritarios.
Para ello, sin embargo, debe tener un sólido equipo que cubra ese área en el departamento de Estado, algo que ha quedado encallado en el Senado por decisión de algunos demócratas, que creen que otros asuntos son más prioritarios.
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