Estos son tiempos de pabellón, nuestro plato estrella de la cocina popular cotidiana. Es verdad que para muchos resulta casi imposible elaborarlo en casa o comerlo en un restaurante, por las dificultades para conseguir los ingredientes básicos y, si se obtienen, por lo costoso que resultan. Pero de alguna manera su composición me recuerda los tiempos que estamos viviendo.
El pabellón, culinariamente hablando, existió como preparación individual de sus componentes siglos antes de que se transformara en un plato singular con nombre y apellido. No es una preparación única sino un plato aglomerado armado con arroz blanco, caraotas negras guisadas, en caldo o refritas, plátano maduro frito y carne mechada, todo cocinado separadamente. No hay registro impreso del pabellón como plato tradicional sino a comienzos del siglo XX, aunque históricamente se comiera desde tiempos coloniales, sin que lo llamaran así, ni aparezca en ningún texto impreso con ese nombre antes de 1910.
Tanto en la cocina doméstica como en las posadas y hoteles antes de que naciera oficialmente el restaurante, las preparaciones se llevaban o se servían independientemente una de otra y cada quien componía su propia combinación con lo que se ponía en la mesa. El pragmatismo del servicio en la cocina pública y la necesidad de que la comida llegara caliente al cliente, generó el empleo del menú y se le dio un nombre a cada preparación, generalmente aludiendo al autor de la receta o a la región, o bien un apelativo de fantasía. Coincidió esta tendencia europea con los gobiernos de Antonio Guzmán Blanco (1870-1888), el más afrancesado de los presidentes que ha tenido Venezuela, cuya influencia de dos décadas marcó la corriente modernizadora de fines del siglo XIX y el proceso de organización del Estado nacional.
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