La zona de Bocagrande, el lado moderno de la ciudad. Foto: Corbis |
o hay que ser fan de García Márquez para disfrutar de Cartagena. Es cierto: lo primero que el guía señala, a medida que nos acercamos a la ciudad amurallada, es la casa del Nobel de Literatura. Una estructura moderna -acaso la única dentro del perímetro de la ciudad vieja-, color terracota, que sobresale en una esquina frente al mar. El primer circuito que hacemos es el audio tour de Gabo, un recorrido por aquellos lugares emblemáticos -casas, plazas, colegios- que sellaron el desamor entre Fermina Daza y Florentino Ariza (en El amor en los tiempos del cólera). Después se nos señalará la antigua sede de El Universal, donde el escritor publicó su primer artículo, o el parque de la Aduana, donde pasó, recostado en un banco, su primera noche en Cartagena.
Pero la ciudad que García Márquez proclamó su favorita -qué novedad: además de ser el destino más famoso de Colombia, es uno de los cascos coloniales más lindos de América- trasciende al escritor fallecido en abril de este año. Es un respiro necesario. Porque en el territorio imaginario de sus novelas vive gente real, gente que tira coches a caballo por las calles empedradas, entre balcones y buganvillas, que atiende regias casonas devenidas hoteles boutique, que vende a viva voz cerveza Águila pa la calor, minutos para celular, habanos cubanos, sombreros vueltiaos, esculturitas de las gordas de Botero o las taquilleras camisetas de James. Que, en síntesis, vive de un turismo que no deja de crecer: las últimas cifras hablan de 1.200.000 visitantes al año. Algunos incluso ilustres, como Barak Obama, que estuvo para la última Cumbre de las Américas, celebrada aquí en 2012.
Según la temporada, también hay unos cuantos cruceristas, turistas en bermudas que se pierden sudorosos y apresurados entre las calles de adoquines. Perderse es un decir, porque la ciudad amurallada es relativamente pequeña (se puede atravesar a pie en 30 minutos) y siempre está la Torre del Reloj para orientarse. Además, una cosa es segura: salir de una plaza es saber que en pocos minutos se llegará a otra, tan distinta a la anterior que podría tratarse de otra urbe. Nada menos parecido a la triangular Plaza de los Coches, donde en el siglo XVII se vendían esclavos; que a la de Santo Domingo, con sus bares coquetos, la iglesia más antigua de la ciudad y la pulposa Getrudis, una mujer sin ropa que mira de frente a quienes salen de misa (hablamos de una escultura de Botero, por si quedan dudas). También la plaza Bolívar, donde jugadores de ajedrez disponen sus tableros bajo el bienvenido reparo de frondosos árboles, está en las antípodas de la Aduana, ancha y sin una gota de sombra.
Sucede que Cartagena no está dispuesta en torno de una gran plaza monumental, como solían planificar los urbanistas españoles. Es, de hecho, uno de los pocos ejemplos en que otras plazas adquieren una significación más importante que la propia Plaza Mayor (hoy parque de Bolívar).
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