Hace 180 años que se sabe que los vientos de Santa Helena, una isla británica en el Atlántico sur, son problemáticos, porque cambian de dirección repentinamente. Pero nadie en el Departamento de Desarrollo Internacional (DFID) del Reino Unido advirtió que lo que había hecho notar Charles Darwin en 1836 podría ser un inconveniente cuando se decidió gastar 285,5 millones de libras del erario público en la construcción de un aeropuerto, que las aerolíneas comerciales se niegan a usar por los riesgos que implica un aterrizaje en ese lugar.
Ahora, un comité parlamentario que fiscaliza el gasto fiscal acusa, en un informe sobre el asunto, que la cartera a cargo del proyecto ha respondido con evasivas sobre quién es responsable de haber evaluado el efecto del viento y de haber sobreestimado los beneficios para la economía de la isla. El DFID ha dicho que le encargó un estudio de factibilidad a la consultora Atkins y que siguió esas recomendaciones, junto a los consejos de la Oficina de Meteorología británica y de los reguladores aéreos. Pero el informe parlamentario dice que Atkins expresó dudas sobre las condiciones del clima local, incluyendo la cantidad de turbulencias que se podían esperar, consignó The Times.
"Es realmente espantoso el fracaso en la realización de debidas diligencias de forma sólida. El resultado es un desastre: un aeropuerto comercial que no sirve para su propósito, la inexistencia de un plan para salvar el dinero invertido y la falta de claridad sobre quién es responsable".