En plena Amazonía peruana hay una red de puentes colgantes que permiten ver la selva como nunca la imaginamos: desde arriba
De la imaginación prodigiosa de Julio Verne surgió la novela El pueblo aéreo, en la que toda una comunidad vivía en las copas de los árboles en la sabana africana. Si existía un lugar real donde tratar de retomar esa idea, no podía ser otro que la Amazonía peruana. No para vivir en los árboles, pero al menos sí para pasear entre ellos y apreciarlos desde las alturas.
Para llegar a ese destino es imprescindible el paso por Iquitos, la mayor ciudad amazónica del Perú, y también una de las más disparatadas del mundo. No es una exageración. A pesar de tener una población que roza el medio millón de habitantes, es la única ciudad peruana sin conexión por carretera. La selva y los ríos inmensos lo explican. Pues bien, a este punto cerca de las fronteras con Brasil y Colombia se transportó con esfuerzo en 1890 la Casa de Fierro, un edificio prefabricado en el taller de Gustave Eiffel, que todavía luce hoy junto a la Plaza de Armas, en un ambiente tropical y rodeada de cientos de motocarros que son el modo de transporte habitual en la urbe. Una odisea semejante a la de la película Fitzcarraldo, de Wermer Herzog, en la que se narra el homérico viaje de un barco de vapor hasta el Amazonas, subiendo y bajando una montaña, para construir una ópera en la selva. El homenaje a esta película es hoy un restaurante con decoración art nouveau y carteles del filme, en el que la afamada cocina peruana tiene un giro de tuerca con su versión amazónica, mucho más aferrada al pescado de río (como el paiche, un pez gigante que puede medir tres metros y llegar a 250 kilos) y a las verduras.
Después de conocer esta ciudad extravagante y degustar su gastronomía, es hora de dirigirse al rudimentario embarcadero. Allí la empresa Explorama Lodges ofrece transporte por el río, de aguas ocres y en el que con una pizca de fortuna se puede ver saltar a los delfines rosados. En muchos tramos la vista se pierde y el agua continúa, y es imposible saber si estamos en un río o en un lago, así de grandioso es el Amazonas. Por su curso cruzan cargueros de fondo plano y también pequeñas barcas de madera de pescadores. El destino es el Ceiba Tops Lodge, un hotel que se adentra en la selva a 40 kilómetros de Iquitos, en una península en el río en la que sentarse en el porche al atardecer a ver caer el sol sobre las aguas del Amazonas. O salir a pescar pirañas acompañado por uno de los guías locales en una pequeña barca de madera y, si uno se atreve, degustarlas después en la cena (sabrosas).
Por la noche, es imprescindible la caminata nocturna para avistar la fauna local. Sin los rayos del sol que los delaten, los animales entran en un periodo de máxima actividad. Acompañados de un guía, es fácil avistar búhos, insectos palo, tarántulas, ranas amarillas, anguilas eléctricas que hacen saltar a los peces en los estanques y caimanes de ojos bien abiertos que brillan al ser iluminados por el haz de luz de la linterna discreta del guía. Y todo en un recorrido por la selva de unos pocos centenares de metros durante una hora. Con la luz del día, se puede pasear hasta uno de los ejemplares de ceiba que están dentro de la propiedad del lodge, un árbol grandioso que era considerado la fuente de la vida por los mayas y que recuerda a los de la película Avatar. Algunas de sus ramas son más gruesas que cualquiera de los viejos árboles que conocemos.
El Ceiba Tops es sólo la primera parada en una excursión que conduce río arriba, primero hasta el Explorama Lodge, un alojamiento con menos comodidades, ya 80 kilómetros en el interior de la selva, y después al Explornapo Lodge, este último en la puerta de acceso a la Reserva Sucusari, en una selva virgen, a 160 kilómetros de la civilización.
A este rincón recóndito de Perú llegó en los años 60 el estadounidense Peter Jenson, quien pronto se enamoró de los bosques de lluvia y de su extraordinaria biodiversidad. Lo que comenzó siendo una instalación básica para los científicos de todo el mundo que acudían a esta parte de la selva peruana se convirtió en un proyecto conservacionista y educativo de primer orden. Además de los alojamientos, la empresa que fundó Jenson comenzó a construir e 1991 una red de puentes colgantes para estudiar la selva desde donde nunca se había hecho: desde al aire, por encima de las copas de los árboles. Como si los visitantes imitaran a esos habitantes del pueblo aéreo de Verne. El proyecto se puede decir que está acabado, e incluye uno de los puentes colgantes más largos del mundo, con 500 metros, y 14 plataformas de madera apoyadas en los troncos de los árboles. Y hasta 78 metros de altura en su parte más elevada.
Pasear por los puentes colgantes sobre la selva amazónica es una sensación extraña en los puntos en los que no se alcanza a ver el suelo, como si se flotara sobre nubes vegetales, e impresionante en los que sí. Pero la seguridad está garantizada con mallas de acero que se revisan regularmente para evitar percances. Aquí no sólo acuden biólogos, ornitólogos, entomólogos... que quieren conocer sobre el terreno la biodiversidad de este bosque de lluvia, sino que también está disponible para pequeños grupos de visitantes. El acceso está incluido en el precio para los huéspedes de Explorama, incluso la caminata y la charla explicativa de guías como Sebastián Ríos, de la etnia maijuna, un hombre de 70 años que se mueve por la selva como pez en el agua y explica cómo andar por sus senderos. Sebastián colaboró con Jenson en sus inicios, y hoy se siente partícipe del futuro de su proyecto. Jenson falleció en 2010, y una muestra del amor que tenía por la selva peruana fue su última voluntad: sus cenizas fueron esparcidas en ella.
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