España se juega buena parte de su recuperación, o al menos el arranque de ella, en la capacidad de que esta temporada el sector turístico comience a fraguar un ritmo de crecimiento que le permita ir acercándose a las cotas que venía alcanzando en los últimos años y que lo consolidaban como la primera industria nacional. El objetivo es cerrar el año con unos ingresos cercanos a los 50.000 millones de euros, que empezarían a compensar la merma dramática que ha supuesto la pandemia en estos últimos quince meses en los que el desastre económico alcanza, solo en esta actividad, los 116.000 millones de euros. Las cifras comparativas son estremecedoras: en 2019 el sector supuso el 12,4 por ciento de la riqueza nacional y aportó casi tres millones de puestos de empleos, según el INE; al año siguiente, con el virus devastando el sector, el porcentaje del PIB atribuido al turismo cayó a menos de la mitad que el año anterior. Por eso es tan importante que el turismo recupere lo antes posible su brío, pues fue frustrante la Semana Santa, de nuevo perdida como en 2020, y de ahí que el verano sea capital en el objetivo de comenzar a salvar el amargo panorama, una tarea que bajo ningún modo puede aplazarse a 2022, pues sería condenar al sector a la quiebra total, desastre que arrastraría a toda la economía nacional.

El Gobierno, desgraciadamente, no ha ayudado nada a que hayamos llegado con mayor holgura y oxígeno a este momento. El Ejecutivo ha sido un prodigio de contradicciones con el turismo. Forma parte del libro de las frases ministeriales más desafortunadas la de Alberto Garzón, responsable de la cartera de Consumo (innecesaria, pero cartera al fin y al cabo), cuando afirmó que el turismo «carecía de valor añadido». Más que una ofensa y una irresponsabilidad, fue la constatación del alejamiento sideral que algunos miembros del gabinete de Sánchez tienen sobre las prioridades de España. Después vino el abandono y la falta de ayudas directas a los agentes del sector, muchos de los cuales se han visto obligados al cierre de sus negocios. Se insistió por activa y por pasiva desde estas páginas en que otros países sí optaron por este tipo de medidas. El Gobierno de España, con la desorientación de quien se ve absolutamente superado por los acontecimientos, las obvió. Paralelamente, y fruto de esa desconcertante gestión, se producía el inconcebible rescate de la aerolínea Plus Ultra, de mayoría accionarial chavista, cuya relevancia en el tráfico aéreo nacional es microscópica. Solo sus propietarios salían favorecidos con esos más de cincuenta millones de euros de dinero público soltados por el Ejecutivo.

No caben, pues, más errores. El sector hotelero está en mínimos porque hasta la apertura de fronteras depende del turismo local, ni siquiera nacional. Los ERTE están camuflando el impacto real en la caída de la ocupación. Mientras España no modifique la estructura de su actividad productiva, el turismo seguirá siendo un pilar insustituible de su economía. Afortunadamente, la celebración de Fitur, escaparate mundial, coincidió con la recomendación de la UE para abrir las fronteras continentales a los turistas extracomunitarios que hayan completado su proceso de vacunación. La temporada alta se aproxima y no debe haber más dilaciones, disfunciones ni errores. Es demasiado lo que hay en juego. La pandemia ha destruido al menos 300.000 empleos turísticos, estando las plantillas en mínimos de hace cinco años. A ver si con estos datos el Gobierno toma conciencia de verdad de que, además de tener un riquísimo valor añadido, sigue siendo la principal industria nacional y la clave para buena parte del supervivencia económica de España.

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