Tomo la avenida Santiago Mariño para llegar a donde mi viejito querido. Así, atrevidamente le digo al cocinero Rubén Santiago desde que lo conozco. Lo llamo de esta forma por cariño, pero lo que siento por él es un profundo respeto y admiración, estoy segura que una visita a la isla no estará completa si no se pasa por su restaurante, si no se prueban los sabores de su mano, si no se comienza aquí el recorrido.
Veo por el camino como al mediodía de un día de semana las santamarías de varios locales permanecen abajo. Me cuenta Santiago cuando me encuentro con él, que están así desde hace un buen tiempo, que muchos perdieron la batalla contra la crisis, se rindieron y decidieron ceder espacio a la desolación. Queda él y otros más en pie de lucha, insistiendo, educando, sirviendo.
En este espacio, llamado la Casa de Rubén no hay lujos, se nota que el sencillo mobiliario no ha sido renovado desde hace mucho tiempo. En esta vivienda ubicada al final de la melancólica avenida hay pasión, que se traduce en cada plato que se pone sobre la mesa. El festín abre con Casabe al horno con tomate y hierbas, el propio chef que se sienta a mi lado para traducir las preparaciones me dice que este es de nuestros primeros alimentos, por eso hay que honrarlo siempre. Comienza la fiesta con un ceviche de vieras, dulces, suaves, con sabor a Caribe. La ensalada de catalana es un clásico que siempre convida quien tiene más de 40 años conviviendo con este suelo, porque comienza a revelar la despensa de un mar tan bonito y extenso como el margariteño. "No solo hay que ir a la playa a broncearse", me dice Rubén, "es bueno que conozcamos lo que nos regala el fondo de sus aguas para alimentarnos". No me puede faltar el pastel de chucho, ese que le dio la fama a mi anfitrión, que lo hizo merecedor de un reciente doctorado en gastronomía, y allí le digo, estoy a reventar; con los sabores en el paladar puedo ir a recorrer esta tierra con un mayor conocimiento de ella.
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