Pocas veces la vergüenza me ha derrotado como aquella vez en el Instituto Nacional de Tránsito Terrestre de San Francisco. Ocurrió hace tres años, justo al entrar a un cuarto repleto de computadoras donde "presentaría" el examen teórico para obtener la licencia de conducir. Un funcionario me apartó y, sin decir palabra, respondió el test en mi nombre como si fuera Flash en aprietos. A ambos lados, la escena se repetía en un deja vú cobarde. Nadie, sino ellos, sacaron 20 puntos en el rebusque. Y los ciudadanos mirábamos silentes, cómplices.
Todos en ese cuarto habían pagado por "facilitar" el trámite. A otros pocos, miembros de la supuesta autoridad, habían cobrado un fajo de billetes por colaborar con el desmán. Aquel recuerdo -y muchos otros de igual estirpe-me martillea cual pájaro carpintero cada vez que, en estas horas, escucho y leo al presidente Nicolás Maduro enarbolando la bandera de la guerra anticorrupción y burocracia.
El jefe del Estado fallará estrepitosamente en su cruzada. No habrá Dante Rivas ni autoridad única anticorrupción del "pluscuamperfecto bla, bla, bla" que valga. Duele escribir una sentencia tan pesimista, pero la redacto con la convicción que me da el vivir en un país donde la picardía es más común que respirar. La viveza ha edificado una estructura monstruosa cuyas cabezas nacen desde el cuello del Estado.
Hay mafias de gente, familias enteras dedicadas a manipular el sistema a su antojo. Lo usan a placer para su ganancia económica. Es un juego de poderes e influencias al servicio del lucro de unos pocos. Y por los pecadores pagan los justos. Por un puñado de bufones se criminaliza a todos los estudiantes que gozaron de dólares preferenciales para cursos en el extranjero, por ejemplo. Culpables hasta que se pruebe lo contrario. En esa dinámica se nos mina la moral, se evaporan los valores. Parece que las reglas del Estado, todas engorrosas y dificultosas, están ideadas para cultivar pillos y marrulleros.
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