Contaba mi padre, Gustavo Pineda Urdaneta, que al llegar a la orilla muchos pasajeros, antes de entrar en los avatares citadinos, espontáneamente se daban un chapuzón en las cristalinas aguas, despejándose de un plácido viaje, luego cada quien, hombres de lino blanco y pajilla y mujeres con frescos vestidos floreados y sandalias de tacón alto, abordaban jornadas poéticas, incorporándose y confundiéndose con la dinámica de una pujante población maracaibera, amable y dicharachera.
Ese espacio mágico, frontera entre el azul horizonte y el conglomerado bullicioso de concreto, era el Malecón de Maracaibo, puerta abierta de la ciudad, frente al viento, bajo el cielo sin límites, realidad natural de visita obligada, sin ataduras existencialistas. Ese mismo espacio, mecido en la actualidad por barcos fantasmales que se niegan a buscar otros mares y voces convalecientes preguntando por el regreso de enamorados perdidos en lejanos océanos, es centro de controversias, diatribas y polémicas retadoras. Hoy también, ese mismo lugar, a pesar de los muros de Berlín todavía existentes que quieran ocultarlo, sigue valientemente reclamando su categoría histórica de monumento centenario, conviviendo alegremente con los habitantes de la gaita y el bambuco, donde el golpetear de cada ola remota es motivo para no olvidar su antiguo y recio derecho de ser un malecón maracucho, impregnado de recuerdos inolvidables.
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