Esta encantadora localidad de la región de Los Lagos fue fundada por 212 colonos germanos en 1853. Desde entonces, conserva la arquitectura, las tradiciones y la gastronomía de la Vieja Europa.
Fueron 212 los pobladores venidos desde Alemania que colonizaron una villa inhóspita y extraña de la Patagonia de Chile que en aquel entonces, 1853, poco podía ofrecer aparte de unas bonitas vistas al lago Llanquihue, uno de los más fotogénicos (ahora) del país y el más grande si se exceptúa el de Carrera, perteneciente también a Argentina. En esa época, sin embargo, no era más que un humedal con mucho (pero mucho) frío en invierno donde los campos fértiles todavía brillaban por su ausencia en la lejana región de los Lagos, ahora a una hora y media de Santiago de Chile en avión. Y en ésa época, a mil horas por caminos del infierno...
Pero la cosa no pintaba mejor en el Viejo Continente, así que las familias Bittner, Gebauer, Netting, Von Bischofshausen, Gebauer, Nettig, Klenner Vyhmeister no se lo pensaron dos veces cuando su compatriota, el científico afincado aquí Bernardo Philippi, les hizo llegar la invitación del Gobierno chileno para poblar el lugar con ciudadanos de allende los mares. A cambio, recibirían un terreno y supuestas facilidades económicas y fiscales para reconstruir su vida, algo que, la verdad, nunca se llegó a cumplir.
Sea como sea, a mediados del siglo XIX, esta localidad reconvertida en uno de los imprescindibles de la región de Los Lagos se parecía más a Múnich o Hamburgo que a Santiago o Valparaíso. Ya entonces se dividió en dos barrios, el luterano y el católico. Por eso, la urbe aún muestra esas dos caras, traducidas en sendos distritos marcados arquitectónicamente por el estilo de sus iglesias sobre todo. Del templo luterano a la del Sagrado Corazón de Jesús.
EL VOLCÁN OSORNO
No en vano, esta última, trazada calcando las del estado alemán de Baden-Wurtemberg, a orillas del Rin, es uno de los iconos de la ciudad. Su tejado rojo se advierte casi desde cualquier sitio, resaltando sobre la cumbre en blanco inmaculado del volcán Osorno, uno de los 3.200 con los que cuenta Chile, así como el más destacado de esta Patagonia Norte. Tiene otra seña de identidad: se parece muchísimo al Monte Fuji japonés.
Hoy, esa antigua demarcación eclesiástica sigue siendo uno de las principales atractivosde esta ciudad con encanto. Mucho. Y no solo turístico, sino que, tras la pandemia, "a sus 45.000 habitantes se han sumado otros 10.000 en busca de un día a día menos abrumador que en las grandes ciudades", comenta Isabel Vargas, guía local de la empresa Birds Chile y quien ya dio ese paso hace 20 años desde su Santiago natal.
Lo que buscan ahora es un lugar inmerso en la naturaleza donde se escuche el rumor de vacas, ovejas y cabras pastando a lo lejos. "La gente quiere vivir en un sitio tranquilo, agradable y bonito como éste", añade Vargas. Y así son Puerto Varas y sus alrededores, salpicados de volcanes, lagos, glaciares, montañas y ríos.
Eso sí, la estética de las casas de la época de colonización alemana sigue siendo la misma, con sus tejuelas (pizarrillas de madera) de todos los colores imaginables dadas la vuelta cubriendo las preciosas fachadas. Incluso existe un itinerario específico para conocer las más emblemáticas, reconvertidas en cafés, tiendas de diseño, colegios, galerías de arte, librerías, espacios de coworking o simples residencias. Nos quedamos con las de Schafer, Teuber, Korlmann o Weisser, ubicadas la mayoría entre las calles del Salvador, San Ignacio y Verbo Divino, trazadas en cuadrícula.
La huella germana también emerge en el centro, en torno a la Plaza de Armas, salpicado de restaurantes donde reina el goulash o las salchichas bratwurst, una estación de bomberos a imagen y semejanza de cualquiera de Múnich o Hamburgo y varios colegios donde el alemán es el primer idioma.
No falta un Club Alemán, fundado en 1885 por 14 colonos con apellidos como Binder, Grother o Sunkel, como reza en una placa a la entrada. "Sus descendientes siguen viniendo los fines de semana como tradición a comer chuletas Kassler [de Sajonia], una de nuestras especialidades y, cómo no, strudel de manzana de postre", cuenta la camarera Magdalena Suárez tras la barra al más puro estilo Oktoberfest, con sus enormes jarras de cerveza pulcramente colocadas junto a infinidad de escudos germanos.
VINCULACIÓN CON EL ARTE
Puerto Varas también destaca por su vertiente artística, así que hay que no puede faltar una visita al museo Antonio Felmer, con casi 4.000 piezas relacionadas con la colonización centroeuropea de mediados del siglo XIX. La escalera del Pasaje Ricke, decorada con mosaicos de cerámica de motivos indígenas en su mayoría, es otro de los imprescindibles culturales de la ciudad. Subiéndola se llega al Jardín de las Artes Kunstgarden, que igual organiza exposiciones de pintura que cuentacuentos o talleres de telares mapuches, yoga, fotografía, taichí o acuarela.
Quien quiera descubrir algo más de la cultura mapuche y, de paso, adquirir algún producto de su artesanía, puede pasarse por la tienda Tañi Mapu, en plena Plaza de Armas. Allí, en un acogedor espacio de diseño en el que no faltan exposiciones fotográficas relacionadas con esta identidad, uno puede hacerse con pulseras, jerséis, pendientes, mantas, cuadros, marcadores de páginas, muñecas, ponchos o bolsos. Todo, con la garantía de haber sido realizado por las comunidades mapuches de la zona. Además, organizan cursos y talleres de artesanías y sobre cómo utilizar los clásicos telares mapuches.
Siguiendo la costanera (o paseo ribereño) de Puerto Varas entre terrazas y pequeñas playas en las que darse un chapuzón se accede a la carretera que bordea el lago Llanquihue. Antes de llegar al llamado Puerto Chico hay que hacer una parada en el original museo de Pablo Fierro, un afamado pintor en la zona al que se puede ver tranquilamente trabajando en sus instalaciones que se dedica a recopilar objetos antiguos de toda condición. De barcos a lámparas, esculturas o relojes.
Volviendo a la carretera principal, en apenas 20 minutos en coche, llegar a Awa, un hotel de diseño perfecto como base de operaciones para rastrear la zona. Levantado con hormigón armado y vidrio por sus dueños, arquitectos, tanto sus 16 suites como su piscina cubierta, su salón con chimenea, su biblioteca o su restaurante (muchos de los ingredientes de la carta salen de su propia huerta ecológica) miran al lago y al omnipresente Osorno.
Organizan todo tipo de actividades por esta Patagonia Norte como la visita a los cercanos Saltos de Petrohué, una sucesión de impresionantes cascadas de color esmeralda que zigzaguean sobre una base de lava de los volcanes circundantes creando pozas naturales. Se ubican dentro del Parque Nacional Vicente Pérez Rosales, el más antiguo (se fundó en 1926) y visitado de Chile. Un buen lugar para poner el punto final a este paseo por el pueblo más alemán del país. Y de buena parte de Latinoamérica.
Lo que buscan ahora es un lugar inmerso en la naturaleza donde se escuche el rumor de vacas, ovejas y cabras pastando a lo lejos
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