En la Plaza El Viñedo, la aledaña a la iglesia, frente a la Avenida Bolívar, había una zona de arena con bancos y hasta un elefante de metal para el juego infantil, enredaderas suntuosas y otra botánica que daba lustre y alegría a ese espacio. Allí llevábamos a mi hijo mayor a sentir la tibieza de la arena en sus piecitos descalzos para iniciarse en el caminar. Tenemos fotografías hermosas de ese tiempo que hacen de documento testimonial del aspecto que tuvo esa plaza.
Y lo decimos con tristeza y rabia, porque ese parquecito en la plaza ya no existe. Ahora solo hay ruinas. Ramas tiradas, escombros, despojos. Tuvo que ver en ello el hacer (¿o no hacer?) de la empresa constructora del metro, que durante cuatro años dejó ese espacio muerto o en espera, y ahora es responsable igualmente la Alcaldía a quien corresponde la ciudad. Duele ver ese espacio abandonado, como muchos otros. Sabemos que la sequía de estos últimos tres años ha generado un desastre de alcances indescriptibles en nuestro país, y se atribuye al Niño (por cierto, ¿a quién se le habrá ocurrido llamarlo "Niño" precisamente?), del mismo modo que en los países del extremo sur son las inundaciones las que están acabando con todo. Pero, voltearse a mirar la plaza y ocuparse de ella es deber de quienes asumen la envestidura de funcionarios responsables del ornato ciudadano, entre otras tareas.
Pienso en la plaza, pienso en el recuerdo contrastante y en la imagen de ese, mi niño de entonces, ahora adulto, cuando aprendía a caminar sobre la arena suave y tibia, y pienso en la escritura de esta crónica como una carta, y en la idea de la palabra para la conformación de la memoria. Entonces recuerdo unas líneas del poeta español Juan Ramón Jiménez cuando dice: "Del amor y de las rosas no han de quedar sino los nombres", y me impacta la verdad de su enunciado. Son las palabras evocativas constructoras de la memoria, las que retrotraen a los humanos el tiempo, en la literatura y en… las cartas, y los diarios, modos íntimos de poner en claro lo que queremos decirnos, a nosotros mismos y a los otros.
Leemos hoy las cartas, por ejemplo, de Bolívar a Manuelita, y a la inversa, y podemos imaginar un tiempo y un espacio, a través de una forma del decir. Las cartas las usamos ya sea para decir del amor, o para mantener el lazo con quienes queremos en el recuento mismo de los sucesos cotidianos, las cartas son personales en la misma medida de su esencia confidencial, y el epistolario que antes requería esperas temporales más extensas, cuando las estampillas de correo señalaban con más frecuencia su definición de envío, hoy se han transfigurado en los inmediatos correos electrónicos. Son siempre cartas.
La literatura se las ha apropiado desde tiempos inmemoriales, y ha hecho cartas ficticias escritas por personajes ficticios, tan verdaderos que lloramos con ellos y por ellos, o nos alegramos hasta extremos insospechados cuando eso es lo que expresan nuestros personajes admirados y cercanos.
Y de esas cartas convertidas en novelas hablaremos hoy, en la cita del Museo de Arte de Valencia, en los Martes Literarios, a las 3 de la tarde, con Carlos De Nobrega y Javier Domínguez. Será pasearse por Goethe con sus "Desventuras del joven Werther", por Elena Poniatowska y su recreación del amor entre Diego Rivera y Angelina Beloff, o por Dostoiesky y la posibilidad de enamorarse apasionadamente de un alguien conocido exclusivamente por email y tal vez inexistente como en la novela de Daniel Glattauer Contra el viento del Norte; en todo caso les esperamos para que participen en este intercambio postal-literario.
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