lunes, 1 de mayo de 2017

La Blanquilla: Cuando un paisaje te enamora, Sandra Juhasz


Hay islas que se escriben en la memoria y vuelven a nosotros en olas incesantes, mojándonos de vez en cuando con su insomnio. Así viene a mí La Blanquilla, ese inesperado secreto volcánico que se levanta, a sesenta millas náuticas al norte de la isla de Margarita, como rompiendo el mar, como si fuera una diana; un blanco que más que apuntarle, nos apunta paraísos.

Aterrizamos allí un veinticuatro de diciembre, en un tiempo en que recorrer este país era una verdadera delicia. Después de repartir refrescos y pan de jamón a los pocos guardacostas que habitaban en el puesto de la marina de la isla, nos dejamos llevar por la furia del paisaje, inmensamente tajante por la falta de salitre, esto se debe a que las playas son oceánicas desde sus orillas. Gracias a este abismo, el aire tan transparente como el agua, lo aclara todo. En La Blanquilla no hay tiempo ni espacio para la duda. Toda ella es un sí definitivo.

Otra cosa que nunca pasó por debajo de la mesa fue el asombro de encontrar una importante población de burros salvajes. Resultaba difícil imaginar cómo habían hecho la travesía para instalarse en una isla que no podía ofrecerles nada. Pero allí estaban. No tardamos en enterarnos que estos animales eran los descendientes directos de los burros que la gente del Safari de Margarita había instalado en La Blanquilla, para que oportunamente alimentaran a los leones. Contradiciendo todas las leyes no solo sobrevivieron a los hambrientos felinos, sino también al mismo safari y al olvido, y como si fuera poco vencieron todas las adversidades de una isla volcánica, que más bien parece la cima de una

montaña sumergida, quizás porque la vida, siempre más fuerte que la muerte, hizo que sus mandíbulas mutaran para que pudieran sobrevivir a punta de cactus y agua salada. Nos conmovió tan profundamente la historia, que lo único que teníamos entre ceja y ceja era la urgencia de rescatarlos. Se nos ocurrió entonces armar una expedición en la que convocaríamos a doce llaneros con sus caballos, diestros en el arte de enlazar, para capturar a los burros y llevarlos de regreso, en un barco a tierra firme. Imaginamos el lugar para ellos, donde pudieran conocer la ternura de la hierba y otras alegrías tan propias del llano. Sin embargo, en el pasar de los días nos dimos cuenta que la vida de esos burros salvajes está hecha de algas y arena. Después de nacer en La Blanquilla ¿cómo se puede vivir sin los ronquidos del mar?

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