Una vez cumplida la cita electoral toca dedicar esfuerzos a trabajar (a legislar) para intentar entender cómo es el país y sobre todo deducir hacia dónde puede ir.
Es obvio que Venezuela es un país urbano, es decir, un país de ciudades, cada una con características propias en cuanto a potencial económico, vocaciones, dimensión, clima, topografía y otras más que influyen en el carácter de sus pobladores y condicionan su potencial de prosperar.
Por ello si se estimulan sus valores y mitigan los inconvenientes, podrán ser competitivas y convendrá invertir y vivir en ellas. Esta idea es opuesta a procurar un desarrollo "equilibrado", noción confusa, sinónima de "igualdad", que niega lo propio de cada lugar y menosprecia la capacidad de inventiva de los ciudadanos.
Las ciudades deben tener voz propia para influir en su destino, sobre todo si son capaces de generar recursos, en lugar de solo rasguñar el presupuesto nacional, vía situado o con aportes especiales.
Disposiciones legislativas podrían delimitar las competencias entre lo nacional y lo local en lo atinente a los servicios públicos y en ese caso las tarifas dependerían del costo de prestar el servicio en cada sitio lo que impulsaría la competencia y la descentralización.
Esto es válido para el agua, la electricidad, los teléfonos y el gas. El complemento imprescindible es generar responsabilidad ciudadana en los contribuyentes para que paguen los impuestos municipales al precio justo y en su oportunidad.
También hacerles entender que las tarifas de los servicios deben cubrir los costos para operarlos y mantenerlos y para reponer las instalaciones una vez cumplida su vida útil.
Otro aspecto necesario en un país de ciudades es desarrollar legislación para emprender renovaciones urbanas que corrijan las pobres condiciones de muchos sectores urbanos.
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