lunes, 22 de septiembre de 2014

Al fin y al cabo de la Vela, en Colombia


Ambos sabíamos que la carretera colombiana estaba llegando a su fin, pero desconocíamos que lo mejor del viaje nos estaba esperando en la península de la Guajira.

Dejando al sur las intensas playas de Palomino, arribamos al desolado pueblo de Uribia para descansar la noche previa a la última estación. El sueño lo interrumpió la asistencia perfecta del despertador marcando las 6, que nos obligo a madrugar y preparar las mochilas una vez más. Guardamos provisiones. Verduras en latas, agua, chocolates y frutas; regateamos los pasajes y con los primeros rayos de sol emprendimos viaje al punto más norte de todo América del Sur. El cabo de la Vela.

Los camiones atraviesan el desierto sin caminos ni brújulas, guiados únicamente por la experiencia y el recuerdo de la naturaleza. El periplo del cactos y la tierra sedienta es dueña de los originarios Wayúu. Apartados de toda civilización y recursos, sobreviven con el trueque de provisiones que los camiones, rebalsados de sorprendidos turistas citadinos, hacen llegar a sus solitarias casas de adobe y madera.

Al paso de tres horas debajo del intenso sol del mediodía, el calmo mar Caribe que se hizo presente y protagonista indiscutible del paisaje delataba en aquel horizonte que habíamos llegado a destino.

Al instante de bajar, una estampida de locales nos arrinconaba con ofertas y promociones. Una diversidad de las más excepcionales artesanías en morrales, carteras, vinchas y pulseras. Todos los precios y colores, que sumados al servicio de hostales y restaurantes de mar son el sustento y la vida del pueblo.

Buscamos donde dejar las fatigadas mochilas y almorzamos las provisiones de Uribia. Colgamos nuestras camas-hamacas en una de las tantas casitas que caracterizan al cabo, donde las paredes son de caña seca, los pisos de arena, las puertas no existen y a las ventanas las enmarca el cielo.

Leer mas en: http://go.shr.lc/1qWIwV0