El amor por los árboles ha formado parte ineludible de nuestra actuación como seres humanos, en especial cuando nuestros padres, transeúntes comprometidos a tiempo completo con la naturaleza, nos enseñaron que la alegría de cada día está sembrada en las plantas que cultivamos con dedicación y afecto. De hecho, el portal de mi casa en Monte Bello lo cobija un hermoso búcaro que enfrenta diariamente las inclemencias climáticas con fortaleza e hidalguía. Están dos apamates con sus flores púrpuras, elegantes azahares de la India, olorosos a jazmines y un estoico guayaconcito, venido feliz de las tierras falconianas.
No todo queda allí. Cuando se consolidó la urbanización, vecinos frenéticos por lo verde insistimos en que cada acera debía contar con muchos espacios para arbustos, toda una lucha sempiterna debido a que a las contratistas existentes les encanta el concreto. La defensa por la vegetación urbana no ha sido casual, sino que se basa en la pasión genuina por el ambiente y se fundamenta en el enfoque científico de saber que en Maracaibo deben existir 10 árboles por ciudadano para paliar las altas temperaturas imperantes para que nos refresquen felizmente en un patio maracucho, bajo frondosos mangos y nísperos en flor. Más afecto y devoción por las plantas, imposible y es un anhelo global que cada uno en el mundo cuente con un árbol florecido.
Amamos todas las matas: nim, laras, cujíes, jabillas, dividives, clavellinas, acacias, robles, chaguaramos y matapalos, que hacen de la vida una jornada poética y ese cariño desenfrenado nos hace estar conscientes de que en estos momentos críticos de manifestaciones y protestas, exigiendo una Venezuela mejor con seguridad social, comida, paz y trabajo, algunas comunidades desesperadas se han precipitado sobre la flora, socavando su esencia, utilizándola como barrera impenetrable en la construcción de barricadas, hecho desolador que cuestionamos, pero no satanizamos con juicios de terror, propios de individuos destemplados que en su angustioso trajinar ni siquiera han plantado una desértica tuna.
No estamos justificando conductas equivocadas. Es aquí justamente, donde comienza el desprestigio de una estructura social de dolor. La gente descubre que el miedo no puede cansar y que si en algún instante ha recurrido al corte de árboles, no es con violencia, ni ira, sino en actitud de plegaria, de una población con el rostro volcado hacia Dios, suplicando con devoción no más muertes, transformaciones sensatas, nuevas madrugadas libres y sustentables, donde jamás exista la necesidad de sacrificar un árbol para expresar la decadencia de un país llamado Venezuela.
Fuente: http://www.laverdad.com/
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