En el rumor de las olas sumergía a diario sus manos marcadas por los años de oficio. Sin apresurar su delgado cuerpo, María se levantaba de la cama con apenas asomarse los rayos de sol. De su humilde y precario hogar construido con piedra de ojo, caña y mampostería, en el centro del barrio El Saladillo, flotaban tan solo rezos que antecedían la jornada laboral.
Sus limitados movimientos por la edad no le impedían caminar a diario hacia el este de Maracaibo, hasta la orilla del Lago. No era la única. Muchas familias, según era entonces costumbre, se levantaban temprano para ir a bañarse en la referencia natural de la ciudad. El tiempo estaba calculado; antes de servir el almuerzo a las 11.00 de la mañana, aprovechaba de lavar la ropa y proveerse de agua en el caudal.
Era la conexión más importante de la ciudad. El servicio del Lago proporcionó a la población de entonces las tareas de aseo, limpieza, riego y calma de la sed. María asistía a diario. Rodeada de animadas conversaciones entre sus compañeras lavanderas, como solía llamarse a las personas que lavaban ropa en las orillas, la serena mujer se sumergía en silencio en su faena.
Se le conocía entre sus vecinos por su honradez y sencillez, otros dicen que por su corazón recto y costumbres puras. María Cárdenas, la humilde mujer de El Saladillo, no sería más que la elegida para traer del cielo a la Madre de Dios.
A sus pies
Un sol esplendoroso cayó sobre la superficie de Lago de Maracaibo un día de 1709. Los rayos pintaron de color aguamarino su vaivén eterno. María, quien solía endurecer sus manos moliendo cacao, se congregó de nuevo al amanecer con sus compañeras para dirigirse al caudal como de costumbre. No lavó ropa; el historiador Nectario María cuenta que la mujer de pueblo se entretuvo en recoger las astillas que abundaban en la parte de la playa donde los marinos solían componer sus embarcaciones.
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