La mañana despunta con un cielo caprichoso, que pone un manto tenue de opacidad a los colores del lugar. En el aeropuerto de Cancún, el calor húmedo no da respiro y las gotas de transpiración empiezan a deslizarse por mejillas y espaldas. El aire acondicionado del transporte, es una bocanada refrescante durante los 45 minutos de distancia que median con el hotel.
De a poco, el cuerpo percibe la sensación de relajación y la placentera calidez y beldad de la Riviera Maya se apoderan de los sentidos. No puede ser de otra manera.
El aire caribeño se respira en lo profundo y el idílico paraíso de Playa del Carmen es una realidad. No hay más que dejar el equipaje y comenzar a explorar, recorrer y disfrutar.
El primer dato lo tira el maletero: “Bienvenidos a Xaman Ha” (que en idioma maya significa “agua del norte”), como para resaltar las raíces de este destino bendecido de atributos y hermanado con una zona que resguarda una porción importante de su historia en vestigios arqueológicos.
De a poco, las nubes se desplazan como corriendo el telón para que empiece la función. Es así. Cada rincón de este lugar es como una obra de teatro, que se podrá recordar con el paso de los años.
Entonces, el cielo gana protagonismo, se reviste de pureza e intensidad y se pone en sintonía con el mar, como si fuese su propio reflejo.
La escenografía está lista y es inmejorable. Mar cristalino, arena blanca, palmeras y una brisa que roza las mejillas como un beso suave. Por aquí, los lugareños se animan a prometer 253 días de sol para completar el cuadro.